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Articulos Filosofía y Teología

Corpus Christi: cuestiones prácticas sobre la Eucaristía


Por: P. José Marco Burga Ludeña
Capellán de la Facultad de Humanidades USAT


El domingo 19 de junio, en lo civil el Día del Padre (coincidencia del año en curso), celebramos en la Iglesia la Solemnidad de “Corpus Christi” (Cuerpo de Cristo). Con el precedente de devociones particulares y sendos milagros eucarísticos, el Papa Urbano IV, desde la ciudad de Orvieto, instituyó esta fiesta, llamada también “Corpus Domini” (Cuerpo del Señor), con la bula “Transiturus de hoc mundo” (11 de agosto de 1264). En el a. 1969 el nuevo calendario litúrgico añade el término “et Sanguis” (y Sangre). De este modo solo se hace más explícito lo que ya se daba por descontado en la denominación “Corpus Christi”. Así, esta celebración litúrgica se llama con toda propiedad y extensión: “Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo”. Y los motivos para instaurarla, promoverla y mantenerla son diversos: conmemorar la institución de la Eucaristía, reafirmar la presencia real de Jesucristo en la Santa Misa, desagraviar por los pecados cometidos contra ella y subrayar su excelencia sobre los otros sacramentos.

“Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el Sacrificio Eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la Cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura” (SC, n. 47). Baste esta cita literal de la constitución sobre la sagrada liturgia del Concilio Vaticano II para sintetizar la riqueza invaluable del misterio de los misterios, del sacramento de los sacramentos, la Eucaristía, Jesús vivo y vivificante.

Quisiera abordar algunas cuestiones prácticas sobre el misterio insondable de la Eucaristía. ¿Cuánto cuesta la Misa?, pregunta la gente en las distintas parroquias o, desde la pandemia, por teléfono. La Misa no tiene precio, es inapreciable. ¿Cuánto pagar por la sangre de Cristo? Vaciaríamos el mundo de la “prostituta común de la humanidad”, el “poderoso caballero don dinero”. Y aún nos faltaría infinitamente más. Si en el lenguaje futbolístico suena denigrante e indignante la expresión “compraventa”, respecto de los jugadores por parte de los clubes; tanto más en el lenguaje eclesial, aplicada a los sacramentos. No hay lugar para la simonía, escándalo deplorable en la época de Lutero. Ni la Iglesia jerárquica vende los sacramentos ni los fieles laicos los compran. Lo que se da por algunos de ellos es el “estipendio”, una suerte de colaboración para el mantenimiento de la parroquia y el sostenimiento de los mismos presbíteros, que no viven únicamente del aire y del agua.

Si bien el pago del estipendio por la celebración eucarística da lugar a ciertos derechos adquiridos por parte de los feligreses, no puede girar todo en el plano del derecho. Los sacramentos son, ante todo, un don de Dios a su Pueblo. Y no debemos olvidar que los derechos reclaman insoslayablemente deberes implícitos. A veces se tiene la impresión de que algunas personas que han “separado” y “pagado” por una Misa – exhibiendo como un “estandarte”, sino como una “espada”, incluso su “recibo” – se “adueñan” de la misma, cual, si fuese más el “sacrificio” de una familia, de un ser vivo o muerto, que de Cristo en la Cruz. Celebramos a Cristo, oferente de su vida y de su muerte por nosotros, y no a una persona habitante de esta tierra o de la “tierra prometida”. El centro es solo uno y es siempre Jesús. La Eucaristía no es “propiedad privada”, sino “bien común”.

Si el núcleo de la Santa Misa es Cristo, la homilía no se convierte en un panegírico, una elegía o un canto fúnebre, aun cuando aquella se ofrezca “especialmente” por un difunto. La homilía es y debe ser una reflexión – meditación, contemplación y “prolongación” – de la Palabra de Dios o del misterio que se celebra. Sin ser lo más importante dentro de la celebración eucarística, el Pueblo de Dios muchas veces cifra la “hermosura” o “fealdad” de la Misa por la valoración que da a la homilía. Si el presbítero habló bastante y bien, la Misa es “bonita”. Si el presbítero habló poco y mal, la decepción es aplastante. A buscar con prisa otra iglesia u otro cura… Esto es sumamente subjetivo. La homilía extensa puede ser un somnífero para muchos. Y tener la impresión de haber hablado el presbítero bien o mal depende de muchos factores, intrínsecos y extrínsecos. Es Cristo quien habla, sirviéndose del instrumento tantas veces obtuso, limitado e inepto del ministro ordenado. Gustemos de la Misa sobre todo por el sabor de Cristo, dando a sus elementos externos la dimensión justa y proporcionada.

Cada Eucaristía se ofrece por los vivos y los difuntos. La comunión de toda la Iglesia (militante, purgante y triunfante) es convocada para celebrarla por la Santísima Trinidad. Con todo, existen las llamadas “intenciones de Misa”. Es decir, una Misa puede ofrecerse “especialmente” por la salud de una persona, en acción de gracias por un don recibido o por el don de la vida (en el cumpleaños), en honor de un santo, por el eterno descanso de un ser querido o amigo, etc. Cuando estas intenciones proceden de una sola persona o de una familia concreta, sea nuclear o extensa, se llaman “particulares”. Cuando las intenciones de varias o muchas personas se entrelazan en una misma celebración eucarística, se llaman “comunitarias”. Así, la Eucaristía tiene intenciones particulares o comunitarias. No podemos hablar nunca, en sentido estricto, de Misa individual, particular o “sola”. Cristo no admite acepción de personas. En la Cruz ha muerto por toda la humanidad. Y, por otra parte, toda Misa es comunitaria de por sí, puesto que es toda la Iglesia, la comunión de los bautizados, quien celebra mistéricamente la inmolación de Cristo en el Calvario. Aunque material o físicamente no se reúna toda la Iglesia en cada Eucaristía (objetivamente imposible), espiritualmente está siempre presente en su plenitud.

¿Quién celebra la Misa? De ordinario se responderá: el sacerdote. Él es quien preside la Eucaristía, es el presidente de la asamblea litúrgica. Pero, verdaderamente, es toda la Iglesia – clérigos, religiosos y laicos – quien celebra la Misa. Cada uno la celebra según su propio estado de vida. Cada uno donde le corresponda, sin privilegios ni marginaciones. Celebrar es vivir, paladear. En ocasiones se va a Misa a la fuerza, por inercia, por costumbre, por tradición. No deja de ser una “obligación legal” participar de Misa entera cada domingo y fiesta de guardar, según el primer mandamiento de la Iglesia. Sin embargo, habría que aprender y enseñar a participar de la Eucaristía como una “obligación moral”. Es el amor quien debe impulsar, motivar, arrastrar. El amor de Cristo debe transformarse en una certeza encendida, de modo que se vaya a Misa por convicción recia y atracción irresistible.

El sentimentalismo se expande cada vez más en nuestra sociedad. La Santa Misa engloba a la persona, en su razón, voluntad y afectividad. Es Cristo quien debe penetrar y metamorfosear paulatinamente todo nuestro ser; hasta en su fisicidad, me atrevería a decir. Aun cuando la dimensión afectiva no sea la “última rueda del coche” en la estructura de la personalidad humana ni la razón, una autoridad despótica o autócrata dentro de la misma; el intelecto tiene la primacía en la confluencia armónica de las dimensiones del ser humano. La liturgia – y la Eucaristía como su máxima manifestación – aúna razón y sentimiento, sin bambolear entre los extremos del huidizo sentimentalismo y del frío cerebralismo. La preeminencia del pensamiento (logos) se constata por su rol liberador “de la esclavitud del sentimiento, de su vaporosidad e inercia” (R. GUARDINI, Lo spirito della liturgia. I santi segni, Morcelliana, Brescia 2007, p. 22). “La liturgia, como tal, no ama la exuberancia del sentimiento. Este arde en ella, pero como en un volcán, cuyo vértice se eleva límpido y claro en la fresca atmósfera. La liturgia es sentimiento plenamente dominado” (idem, p. 25).

Por todo lo antedicho, los fieles laicos deben buscar en cada Eucaristía a Jesucristo y no al presbítero, por más conocido, amigo o familiar que sea. Es inevitable, mejor aún plausible, la empatía, la simpatía, la trabazón afectiva entre presbíteros, religiosos y laicos, en su sano equilibrio y desarrollo. Empero, el Pueblo de Dios debería sentir una “santa indiferencia” respecto de “quién preside la Eucaristía”, a sabiendas de que es nuestro Señor, en definitiva. En esto muchas veces interfiere e interviene el mismo presbítero, con su falta pasmosa de madurez afectiva, su omisión culpable en la formación de la vida cristiana o su imposibilidad ruinosa de decir “no”. Si no es el “padre” tal o cual, entonces no se quiere la Misa. Cuando haya razones sensatas y graves para no admitir la presidencia eucarística de un presbítero determinado, esto sería comprensible. No obstante, ¿qué tanto de objetivo o subjetivo, juicioso o caprichoso, habrá en esta decisión? Habrá excepciones contadas, legítimas sin duda, para solicitar la presidencia de tal o cual presbítero en la celebración no solo de la Misa, sino de cualquier sacramento. Pero, la idea es no erigir a la postre una Misa “sentimental” – dentro de una pastoral sesgada (de “capillitas” rebosantes y herméticas de amistad y parentesco) –, en desmedro de la razón, ofuscando la centralidad de Cristo y aminorando la fuerza del Espíritu. Oro, incienso y mirra para Cristo, no para quienes le representamos, opacándole innumerables veces, en vez de dejarle fulgurar. Cristo delante, en medio y detrás; al inicio, durante y al final; en la vanguardia, en los flancos y en la retaguardia; en la base, en la médula y en el ápice. Solo así la Misa es la Santa Misa, tal como la quiere el Señor y su Iglesia.

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