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Articulos Opinión

El tiempo litúrgico de Cuaresma

Por: P. José Marco Burga Ludeña
Capellán de la Facultad de Humanidades USAT

En el lenguaje coloquial, dentro del ámbito cristiano, suele decirse: no pongas “cara de Cuaresma” (en contraposición a “cara de Pascua”), dando a entender: pesadumbre, adustez, fastidio. La expresión puede asimilarse a otras como: “cara de estreñido” o “cara de compungido”. Sea lo que sea, la frase no es apropiada, precisamente porque la Cuaresma no es un tiempo sagrado que canonice la tristeza. Este tiempo litúrgico, como cualquier otro, nos invita a estar “siempre alegres en el Señor” (Flp 4, 4), aun cuando arreciemos en la penitencia interior y externa, siempre libre y liberadora. El mismo Cristo nos indicó: “Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas que desfiguran sus rostros para hacer ver a los hombres que ayunan. (…) Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara (…)” (Mt 6, 16s.). Paladeemos, por tanto, la felicidad de menguar los padecimientos de Cristo en la Cruz, uniendo nuestros sufrimientos y sacrificios a los suyos. Camino al Calvario, Simón de Cirene, lo más probable a regañadientes, ayudó a Jesús a cargar lo que sería el travesaño horizontal de la Cruz. Sin aspavientos, con mejor disposición e iniciativa propia, queremos ser redivivos Cireneos. No es masoquismo ni resabio alguno de neurosis (a despecho de la escuela freudiana).

Nuestra Cuaresma dura 40 días, desde el Miércoles de Ceniza hasta el inicio de la Semana Santa (Domingo de Ramos). La determinación de este número de días tiene reminiscencias bíblicas. El número cuarenta, en días o en años, es significativo en las Sagradas Escrituras y en la tradición hebraica. Los Padres de la Iglesia lo asocian a dificultad, tribulación y punición. En el Antiguo Testamento: el diluvio, en tiempos de Noé, duró 40 días (cf. Gn 7, 4); Moisés y Elías – prototipos de la Ley y de la Profecía, respectivamente – ayunan 40 días (cf. Ex 24, 18; Dt 9, 9; 1 Re 19, 8); Jonás profetiza que Nínive sería destruida, al cabo de 40 días, si no se convierte (cf. Jon 3, 4); Israel, al salir de Egipto, atraviesa el desierto durante 40 años (cf. Ex 16, 35; Sal 95, 10); bajo el yugo de los filisteos, Israel permanece 40 años (cf. Jue 13, 1). En el Nuevo Testamento: la experiencia de las tentaciones de Jesús (cf. Mt 4, 1-11), habiendo ayunado y orado en el desierto, a lo largo de cuarenta días y cuarenta noches, recapitula los cuarenta años de Israel en el desierto. Al igual que el Pueblo de la antigua Alianza, nuestro Señor padece tres tentaciones “emblemáticas”, en cada una de las cuales dialoga con el Tentador por antonomasia: el hambre (“Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes”: Mt 4, 3; cf. Ex 16, 1-8), poner a prueba o tentar a Dios (“Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: «Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras»”: Mt 4, 6; cf. Ex 17, 1-3) y la idolatría (“Todo esto [los reinos del mundo y su gloria] te daré, si te postras y me adoras”: Mt 4, 9; cf. Ex 32). Además, en sus respuestas a Satanás, Jesucristo cita sendos textos del libro del Deuteronomio (cf. Dt 6, 13.16; 8, 3), correspondientes a la travesía de Israel tras dejar atrás la tierra de los faraones.

Con todo, hemos de añadir que el número cuarenta, en la Biblia, es una cifra redonda, no un cálculo preciso: “Los antiguos, que no tenían ni relojes de pulsera ni agendas para las citas, y no vivían según las exigencias de la tecnología respecto a los números exactos, no compartían, en general, nuestra preocupación por la precisión numérica o cronológica. (…) El Nuevo Testamento, como Platón, ofrece solamente fechas relativas: los hechos son colocados en sucesión, no sobre una línea temporal. A juzgar por los antiguos epitafios hebreos, la gente generalmente no sabía ni siquiera con precisión la propia edad (…) [el mismo desconocimiento se dio entre los incas: cf. M. ROSTWOROWSKI, Historia del Tahuantinsuyu, IEP – Instituto de Estudios Peruanos, Lima 2014, p. 206]. La falta de exactitud numérica explica por qué en la Biblia tres, siete y cuarenta aparecen con frecuencia exagerada. Tres significa poco; siete, un poco más; cuarenta, mucho más. Estos números son aproximaciones. (…) De acuerdo con este género de imprecisión, cuarenta días significa un tiempo relativamente largo (…); lo mismo vale para cuarenta años (…). Existen, sin embargo, casos particulares en los que cuarenta parece ser un número preciso (por ejemplo, cuarenta latigazos: Dt 25, 3; cf. 2 Cor 11, 24)” (L. RYKEN – J. WILHOIT – T. LONGMAN III (a cura di), Le immagini bibliche. Simboli, figure retoriche e temi letterari della Bibbia, San Paolo, Milano 2006, pp. 1171s.).

El Evangelio leído el Miércoles de Ceniza (cf. Mt 6, 1-6.16-18), umbral de la Cuaresma, nos dio a conocer los tres elementos clave que, a modo de un trípode, sostienen este tiempo litúrgicamente “fuerte”, a saber: oración, ayuno (penitencia, mortificación) y limosna (caridad, misericordia). Son los tres medios, al alcance de la mano, por los que transita nuestro proceso incontenible de conversión personal y comunitaria, quintaesencia de la Cuaresma. Si queremos saber cómo vivir la Cuaresma, basta detenerse a considerar cómo encarnar tales medios de la vida cristiana que, si bien son imprescindibles en todo el año litúrgico, se enfatizan sobremanera en este tiempo sagrado.

Más que desarrollar cada medio en particular, quisiera compartir parte del texto del Oficio de Lectura del martes de la semana III de Cuaresma, de San Pedro Crisólogo (cf. Liturgia de las Horas según el rito romano. Tiempo de Cuaresma, Santo Triduo Pascual, Tiempo Pascual, vol. II, Coeditores Litúrgicos, Barcelona 1998, pp. 198s.). Me parece sumamente pertinente por la forma en que precisa que los tres medios antedichos se reclaman mutuamente, hasta el punto de ser indivisibles. No tenemos otra alternativa que asumirlos todos al unísono o sumergirnos en la nada de la esterilidad espiritual. La interconexión entre lo que nuestro santo – arzobispo de Ravenna en el siglo V – llama los tres “resortes”, queda manifiesta de la siguiente manera: “(…) La oración llama, el ayuno intercede, la misericordia recibe. Oración, misericordia y ayuno constituyen una sola y única cosa, y se vitalizan recíprocamente. El ayuno, en efecto, es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. (…). Quien posee uno solo de los tres, si al mismo tiempo no posee los otros, no posee ninguno. Por tanto, quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca (…)”.

A continuación, este Padre y Doctor de la Iglesia nos invita a la búsqueda del complemento necesario del ayuno: “(…) El ayuno no germina si la misericordia no lo riega (…). Tú que ayunas, piensa que tu campo queda en ayunas si ayuna tu misericordia (…). Para que no pierdas a fuerza de guardar, recoge a fuerza de repartir; al dar al pobre, te haces limosna a ti mismo: porque lo que dejes de dar a otro no lo tendrás tampoco para ti”. Cuán oportuno es urgir la trabazón entre ayuno y misericordia para evitar cualquier asomo de intimismo, individualismo o ensimismamiento espiritual. Parafraseando a Juan Pablo II, fuera del contexto inmediato de la “propiedad privada” (cf. Discurso Inaugural de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Puebla de los Ángeles 1979, III, 4; Documento de Puebla, n. 492), diríamos que sobre el ayuno grava una “hipoteca social”. Lo que dejamos de comer o lo que ahorramos por ello se puede ofrecer a cuantos hambrientos de pan y dignidad nos rodean por doquier. Sin embargo, no olvidemos que el ayuno tiene también una dirección centrípeta, pues, hecho por Cristo, refrena nuestras pasiones, eleva nuestro espíritu y nos da fuerza y recompensa (cf. Misal Romano. Prefacio IV de Cuaresma. Los frutos del ayuno, BAC – Libros Litúrgicos, Madrid 2017, p. 462); de lo contrario, es solo cuestión de dieta o estética.

La Cuaresma está a más de la mitad, pero aún hay algo de trecho por recorrer. Peregrinamos hacia la Pascua de Cristo. No cejemos en nuestro camino con esos “resortes” que nos permiten saltar hacia la santidad. Como efecto de todo “resorte”, subimos y bajamos, nos expandimos y retraemos, pero nunca nos detenemos. Lejos de nosotros ser agua estancada con emanación de podre.

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