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Articulos Opinión

El rechazo del extranjero en el Perú

Víctor H. Palacios Cruz
Profesor de la Facultad de Humanidades
Celebramos cada 28 de julio la independencia del Perú, pero olvidamos que fueron también brazos venezolanos los que, en Junín o Ayacucho, hicieron posible la vida libre de este país. Ensalzamos las maravillas de nuestra inmensa geografía, y las regateamos a quienes nos piden un rinconcito de esta casa que decíamos grande.

En la era de la informática y la conectividad, qué ignorancia de la catástrofe cotidiana en la venerable patria de Bolívar puede hacernos creer que los venezolanos entran en nuestro territorio cargados de siniestras intenciones, cuando en realidad lo que hacen, lo que a duras penas logran hacer los que recorren incontables kilómetros, desgarros familiares y toda el hambre del camino, es únicamente de una existencia opresiva e imposible, similar a la que en el pasado nos hizo salir del Perú con rumbo a Chile, Argentina o donde sea, para recuperar la comida, la manutención y la dignidad.

¿Por qué el rechazo del extranjero desafortunado? Que coexiste, por cierto, con la súbita simpatía por el foráneo rubio o adinerado, que de paso desvela un evidente complejo de inferioridad. Acusamos la desdicha de otros con la misma energía con que, en el fondo, despreciamos al ser que dejamos atrás. Como el migrante asentado en cualquier ciudad próspera que, buscando la asimilación al entorno, aparta los ojos del compatriota recién llegado que le recuerda al viajero desgraciado que él fue tiempo atrás. Quien no quiere a otros, no ha sabido primero quererse a sí mismo.

¿Debería sorprendernos la fácil difusión de la xenofobia si nosotros mismos practicamos en cualquier pueblo el desprecio del que viene del campo, y en cualquier urbe el desprecio del que viene de un pueblo? ¿No fuimos hostiles con los negros del África y los amarillos de China, del mismo modo que luego lo fuimos con el que provenía de la sierra y la selva, y con el que vive en cierto barrio o en la pobreza? ¿No escuchamos en los años ochenta la infamia de que si alguien hablaba quechua o venía de Huamanga era sospechoso de ser terrorista?

Todo muro contra el exterior es, por lo demás, irremediablemente tardío. Ya por dentro somos una mezcla, la culminación de encuentros y caminos, como lo prueban los genes de nuestro cuerpo que charlan amigables luego de efectuar largos trayectos. También lo es nuestro castellano hecho de la poderosa Roma, de las polis de la culta Grecia, de sabios súbditos de Alá, de modas e invenciones italianas, inglesas y francesas, y de pervivencias del quechua, náhuatl y otras lenguas aborígenes. Como decía el historiador José Antonio del Busto, una pequeña bolsa de chifles piuranos es un perfecto y comestible resumen del destino del Perú: hojuelas de plátano traído del África, maíz tostado de las laderas de los Andes y cecina de reses traídas de Europa.

¿No es, por tanto, el rechazo del otro en primer lugar el rechazo de uno mismo y de la diversidad que somos? “El que no tiene de inga tiene de mandinga”. En la Francia del siglo XVI en que católicos y protestantes se odiaban con ferocidad, Michel de Montaigne escribía que “el humano más honesto es el humano mezclado”.

Si nos propusiéramos la expulsión de todo forastero, acabaríamos por arrancar miembros de nuestro propio ser. ¿Qué quedaría sobre una tierra si reserváramos el derecho de permanecer en ella a sus primeros habitantes sino una población de mudas iguanas o de invisibles amebas?

A todo esto, ¿a quiénes preocupa realmente la pérdida de un empleo? Debería más bien indignarnos la maniobra del empresario que se vale de resquicios legales para usar y desechar la mano de obra reciente, porque sinceramente la estupenda disposición, la limpieza y la amabilidad de tantos trabajadores venezolanos solo puede alentar una saludable competencia por la calidad de las cosas bien hechas.

Ojalá pudiéramos acoger a todos los que vienen en los oficios y funciones que merecen sus cualidades y conocimientos. La cooperación con otros aprendizajes y estilos no haría sino enriquecer nuestros productos, servicios y entornos laborales. ¿Qué puestos de trabajo temeríamos, entonces, perder: los que ocupan nuestros malos conductores del transporte público, nuestros servidores municipales chantajistas y haraganes, o nuestros funcionarios públicos corruptos y tramposos?

Hay una patología, una ruindad, en quienes adoptan y difunden prejuicios contra el extranjero, pero también una miseria de futuro. La diferencia de culturas y pensamientos ha sido siempre un estímulo de la creatividad colectiva. La filosofía, que no nació en el Peloponeso sino en la colonia griega de Mileto, a orillas del Egeo en la actual Turquía, ¿no fue acaso un fruto del viaje y la navegación? El adorable repertorio de The Beatles, ¿no fue la conjunción de los discos de blues y rock grabados por cantantes negros y llevados a Liverpool por marineros de los Estados Unidos, con arreglos provenientes de tradiciones locales, música clásica y sonidos prestados del folclor indio o antillano?

Si, según Hermann Hesse, cada persona es el “punto único y particularísimo en que recaen las señales del mundo de un único modo y nunca más así”, y si, añade Montaigne, “no hay mejor escuela para formar la vida que darle a conocer la perpetua variedad de la condición humana”; la convivencia con venezolanos y otros extranjeros equivale a la vecindad con otras formas de vida, con otra mirada que no es la mía y que, por ello, finito cada cual, no puede sino multiplicarme y brindarme algo del universo que yo no podría llegar a tener. “Nunca aprendo menos que cuando soy yo el que habla”, decía el gran entrevistador norteamericano Larry King.

En el curso de la Guerra del Pacífico, el Huáscar abatió a la Esmeralda en Iquique y cayeron al agua varios marineros desvalidos. Grau ordenó subirlos a bordo. “¡Viva el Perú generoso!”, gritó uno de ellos. En tiempos de paz, ¿tendremos la grandeza de ser dignos de ese recuerdo que ni siquiera la derrota ha borrado de las páginas de historia de nuestros adversarios de entonces?
P. D.: Por cierto, Miguel Grau fue hijo de un soldado colombiano que fue parte del ejército libertador venezolano y que afincó en la ciudad de Piura concluida la Independencia.

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