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¿Dónde mora el espíritu: en el libro o la máquina?

¿Dónde mora el espíritu: en el libro o la máquina?

Víctor Hugo Palacios Cruz (Escritor y filósofo)

librodigitalEn su curso, desde luego indetenible, la digitalización de los libros alienta un tipo de lectura y menoscaba otro, así como favorece unos géneros de escritura y perjudica otros. Por ejemplo, las ediciones de material fragmentable –diccionarios, enciclopedias, atlas, gramáticas– se adaptan sin resistencia a esta inmersión de textos en masas de unidades que se leen de manera incompleta y discontinua. Ellos serán los primeros libros que desaparecerán sin remedio. Por el contrario, influidos por los blogs, diarios, redes sociales y otros medios, son cada vez menos los que se avienen a leer de largo ensayos y novelas, los formatos más vulnerables en la era de lo virtual.

Las nuevas generaciones leen y a la vez escuchan música o tienen una red social abierta. Ello obliga al escritor como a cualquier creador audiovisual, a puntuar sus obras de segmentos separables y sobresaltos calculados para preservar el interés. No se piensa más en un lector paciente y fiel, sino en un receptor con cada una de cuyos estímulos circundantes es inevitable competir. La prosa vira hacia lo llamativo, breve e inconexo.

Por cierto, el fin del libro no es un debate exclusivo de este tiempo. En 1831 Alphonse Lamartine escribía: “el pensamiento se expandirá por el mundo a la velocidad de la luz, concebido al instante, instantáneamente escrito, entendido de inmediato. Cubrirá la Tierra de un polo al otro: súbito, instantáneo, inflamado del fervor del alma que lo alumbró. Será el reino de la palabra humana en toda su plenitud. El pensamiento no tendrá tiempo de madurar, acumularse en la forma, morosa y tardía, de un libro. Hoy el único libro posible es un periódico”.

En 1889, tras el invento del fonógrafo por Thomas Edison, Philip Hubert anunciaba que “muchos libros y relatos no se darán nunca a la imprenta, sino que llegarán a manos de los lectores –mejor dicho, los oyentes– en forma de fonogramas”. Las fonotecas reemplazarían a las librerías y los narradores orales ocuparían el lugar de los escritores. “Las damas –decía Uzanne– ya no dirán, al hablar de un autor de éxito: ‘¡Qué gran escritor!’, sino que temblando de emoción suspirarán: ‘¡Qué voz tan seductora y emocionante tiene este narrador!’” Sin embargo, el libro sobrevivió al periódico y al fonógrafo, y posteriormente al cine y la televisión.

            Un criterio útil para entrever el futuro es discernir entre el libro como objeto encuadernado, y el acto de leer. Seguiremos leyendo, aunque el acto de leer se deshilache en incontenibles pulsiones cognitivas o sensitivas. La cuestión es si el peso intelectual y emocional del libro será suficiente para justificar la conservación de los que existen, así como la producción y la compra de nuevos ejemplares. Su aniquilación no es inminente, pero tampoco del todo imposible.

Dice Julio Ramón Ribeyro: “el amante de los libros no aspira solo a la lectura sino a la propiedad. Y esta propiedad necesita observar todas las solemnidades, cumplir todos los ritos que la hagan incontestable. El amor a los libros se patentiza en el momento mismo de su adquisición. El verdadero amante de los libros no tolera que el expendedor se los envuelva. Necesita llevarlos desnudos en sus manos, irlos hojeando por el camino, meter los pies en un charco de agua, sufrir todos los trastornos de un primer encantamiento. Llegando a su casa, lo primero que hará será grabar en la página inicial su nombre y la fecha del suceso, porque para él toda adquisición es una peripecia que luego será necesario conmemorar.”. Y continúa: “cada libro es una amistad con todas sus grandezas y sus miserias, sus disputas y sus reconciliaciones, sus diálogos y sus silencios. Al releer estos libros –el amante es sobre todo un relector– irá reconociendo sus horas perdidas, sus viejos entusiasmos, sus dudas inútiles. Un libro amado es un fragmento de la vida. Perdido el libro queda un vacío en la memoria que nada podrá reemplazar”.

            El libro seguirá existiendo en tanto sigamos apreciando ciertas cualidades que no son exclusivas de los libros: la identidad y la índole irrepetible de las personas y las cosas. No es casual la reacción de varias editoriales al rivalizar con el formato digital acentuando las propiedades sensibles del producto: la superficie del papel, el aspecto rústico o artístico, la calidad de sus imágenes, la portada acariciable. En una feria del libro en Londres en 2013, Neil Gaiman declaró que “una de las cosas que deberíamos hacer es libros más hermosos, más delicados”. Deberíamos “transformar los objetos en fetiches, dar a la gente una razón para comprar objetos, no solo contenido”.

Para que un ejemplar sea atesorable no hace falta que sea adrede ornamentado. Hace falta que se introduzca en nuestra rutina de seres sensibles a las señales de otros que nos hablan desde lejos; hace falta que aún queramos descubrir nuestra propia voz. Que un volumen arraigue en la memoria y la intimidad nunca obedecerá a una prescripción industrial. Quizá su apariencia atractiva sea un llamado. Pero nada lo hará más humano que su envejecimiento a nuestro lado. Hasta el subrayado que revela una circunstancia –el trazo violento de la euforia, la línea torcida por la marcha del bus– hacen del impreso más humilde un monumento personal. Las máquinas se malogran o caducan y sus datos migran a otros receptáculos; nos aterra aun el llegar a perderlos por un desperfecto, un virus o una incompatibilidad de software. El libro es diferente, como lo es un suceso, una experiencia. Como todo lo que ocurre una sola vez.

Un e-reader puede ser cualquier publicación, género o información; cualquier libro, bueno o no, bello o útil, nuevo o viejo, favorito o no; un diario, un mapa, un cuento. Pero para que sea todo ello es preciso que en principio no sea absolutamente nada. En cambio, un libro impreso solo puede ser lo que es y nunca nada más. He ahí su valor: su naturaleza única e intransferible. En un universo de neurótica mudabilidad en que la intermitencia, la renovación y el estreno –rasgos de la sociedad de consumo– permean nuestras vidas (por ejemplo, a través de la adicción a las cirugías estéticas), lo persistente se vuelve cálido y fiable en el seno de una “sociedad líquida”, como diría Zygmunt Bauman.

La virtualidad es inasible e ilimitada. Como lo es el espíritu. Y nada como él necesita dramáticamente de una superficie o raíz que lo implante en el mundo dotándolo de una materialidad irrefutable. También los recuerdos exigen huellas, cofres, símbolos. Sin asideros que se aferran, erramos como un puñado de bits rumbo a la papelera o la chatarra.

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