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Articulos Filosofía y Teología

Del Señor de los Milagros al milagro de la vida

Por: P. José Marco Burga Ludeña
Capellán de la Facultad de Humanidades USAT


La expresión más significativa de la piedad popular en el Perú es la devoción al Señor de los Milagros. Distingamos, primero, religiosidad popular de piedad popular. La religiosidad popular es una experiencia universal, no necesariamente cristiana: “En el corazón de toda persona, como en la cultura de todo pueblo y en sus manifestaciones colectivas, está siempre presente una dimensión religiosa. Todo pueblo, de hecho, tiende a expresar su visión total de la trascendencia y su concepción de la naturaleza, de la sociedad y de la historia, a través de mediaciones culturales, en una síntesis característica, de gran significado humano y espiritual” (CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS, Directorio sobre la piedad popular y la liturgia. Principios y orientaciones, n. 10). Una realidad menos englobante es la piedad popular, constituida por “las diversas manifestaciones culturales, de carácter privado o comunitario, que en el ámbito de la fe cristiana se expresan principalmente, no con los modos de la sagrada Liturgia, sino con las formas peculiares derivadas del genio de un pueblo o de una etnia y de su cultura” (ibidem, n. 9).El Papa San Pablo VI reconoció los límites de la piedad popular: “Está expuesta frecuentemente a muchas deformaciones de la religión, es decir, a las supersticiones. Se queda frecuentemente a un nivel de manifestaciones culturales, sin llegar a una verdadera adhesión de fe. Puede incluso conducir a la formación de sectas y poner en peligro la verdadera comunidad eclesial” (PABLO VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 48). El mismo Romano Pontífice subrayó, sin embargo, los múltiples valores de la piedad popular, cuando está bien orientada y sostenida por una pertinente pedagogía evangelizadora: “Refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer. Hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe. Comporta un hondo sentido de los atributos profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desapego, apertura a los demás, devoción” (ibidem). Precisamente, a fuer de estos valores inapreciables, San Juan Pablo II consideró la piedad popular como un “verdadero tesoro del pueblo de Dios” (JUAN PABLO II, Homilía pronunciada en Chile, a. 1987; citado en Directorio para la piedad popular y la liturgia, nota 14).

Lo positivo y lo negativo, lo asumido y lo inviable, las riquezas y las desviaciones de la piedad popular confluyen sin duda en la devoción al Señor de los Milagros. Se trata de una devoción, entre otras dispersas a lo largo y ancho de nuestra nación, a la Cruz del Señor, a Cristo crucificado para nuestra redención. Toda una institución: la imagen, el himno, la procesión, la hermandad. Incluido el terreno de lo culinario con el turrón de doña Pepa, apelativo de Josefa Marmanillo, una esclava que trabajaba en un fundo algodonero del Valle de Cañete. Habiendo pasado a ser liberta a causa de una parálisis que la postró en cama, ideó el típico dulce como muestra de agradecimiento por su curación, atribuida al Cristo de Pachacamilla (Cf. AA. VV., El rostro de un pueblo. Estudios sobre el Señor de los Milagros, Fondo Editorial UCSS, Lima 2005, pp. 188s.).

El historiador español José Antonio Benito sintetiza de la siguiente manera el origen de la imagen y de la subsecuente devoción al Cristo morado: “La devoción al Señor de los Milagros surgió alrededor del año 1650 en el barrio limeño de Pachacamilla, en el solar sobre el que se alza el actual templo de las Nazarenas, cuando unos negros procedentes de Angola, África, se unieron en cofradía y levantaron una tosca ramada para sus reuniones. (…) Para presidir sus encuentros, mandaron pintar una imagen del Cristo crucificado sobre una de las paredes de adobe. Fue un esclavo negro quien plasmó esa sagrada imagen. Poco después se contrató a un “primoroso pintor”, José de la Parra, para que la mejorase. Venerada tan solo por los concurrentes a las reuniones del barrio, permaneció expuesta a la intemperie de soles y garúas. El 13 de noviembre de 1655, un violento terremoto sacudió los cimientos de la ciudad y muchos de los edificios se vinieron abajo, incluyendo las casas vecinas del muro donde se veneraba el Cristo: tan solo la pared pintada con la imagen del Crucificado permaneció en pie” (ibidem, pp. 133s.). Y todo comenzó así. El primer milagro de nuestro Señor es haber conservado intacta la pared que contenía su imagen. Un segundo milagro es la permanencia de la devoción durante cuatro siglos: una devoción que se mantiene viva y que, in crescendo, atraviesa los espacios y penetra los tiempos. Y el tercer y gran milagro es la supervivencia de la fe en los milagros, la admisión de la posibilidad del milagro, inmersos como estamos en siglos de incredulidad, ateísmo, deísmo, escepticismo, racionalismo, positivismo, cientificismo.

El milagro se define teológicamente como “un prodigio religioso, que expresa en el orden cósmico (el hombre y el universo) una intervención especial y gratuita del Dios de potencia y de amor, que dirige a los hombres un signo de la presencia ininterrumpida en el mundo de su Palabra de salvación” (RENÉ LATOURELLE, Miracoli di Gesù e Teologia del miracolo, Cittadella Editrice, Assisi 1987, p. 373). En el siglo XVIII se pretendía afanosamente dar al traste con el milagro: “El milagro, con su modo brutal de violar las leyes de la naturaleza y su prestigio insolente, era el primer enemigo que se necesitaba derrotar, pero con habilidad, porque gozaba todavía del favor de la buena gente y de los creyentes” (ibidem, p. 35). Dentro del deísmo, con su reconocido empacho racionalista, no hay lugar alguno para el milagro: “El milagro (…) repugna la razón. Nada es más digno de la grandeza de Dios que mantener las leyes generales que Él mismo ha formulado; nada más indigno que creer que Él intervenga en violar su curso” (ibidem). Baruch Spinoza, Voltaire y David Hume sostienen la imposibilidad del milagro, puesto que implicaría “una laceración en la trama inalterable de las leyes de la naturaleza. Frente al determinismo que gobierna el mundo, los intereses humanos son mezquinos e insignificantes; así que la pretensión de ver a Dios destruir en provecho del hombre el orden de las cosas sería el equivalente a un sacrilegio” (ibidem).

Refutamos estas proposiciones presentando en síntesis algunos argumentos de la teología católica:

  1. El milagro no atenta contra las leyes de la naturaleza, sino que las trasciende o supera.
  2. “(…) La totalidad de lo real no es unidimensional, esto es, reducida al mundo material y a la inflexible red de sus leyes. (…) El milagro libera al universo físico de sus «limitaciones», lo eleva y lo hace colaborar con el orden superior de la salvación” (ibidem, 43).
  3. “(…) El milagro se presenta como una intervención de Dios situada entre la creación originaria y la transformación final de todo y de todos en Jesucristo. El milagro, entonces, representa una anticipación del orden escatológico (…)” (ibidem, 44).
  4. “El milagro puede ser aceptado solo por aquellos que miran el mundo como dominado y dirigido por un Ser libre y trascendente (…). La libertad de Dios no se ha agotado en el solo acto creador, como una fuente que se haya secado apenas al manar” (ibidem, 44s). En otras palabras, el brazo de Dios no se ha acortado. El Omnipotente no se ha quedado manco o impotente después de haber creado el universo. Su revelación progresiva y culminante en Cristo es un milagro. La nueva creación o nuestra redención es un hontanar milagroso. La presencia escondida de Dios en la historia de cada ser humano es un milagro. Vivir y morir en Cristo: ¡vaya milagro! Resucitar en Él al final de los tiempos será el milagro cúspide.

No esperamos que Dios nos trate como niños estancados en un insuperable infantilismo. Vivimos una fe de adultos. Resolvemos nuestros problemas hasta donde podemos, contando con la gracia de Dios y la fuerza de la oración confiada. No nos cruzamos de brazos a la expectativa de un Dios que nos sirve todo en bandeja y que, cada vez que decimos “abracadabra”, aparece como el genio de la lámpara de Aladino. Eso sería magia, no religión; servirse de Dios y no servirle. Dios actuará libérrimamente, en el máximo respeto de nuestra autonomía. Querrá siempre nuestro bien auténtico y total, aun permitiendo algunas veces el mal y lo peor, para reconducirlos hacia el bien mayor y postrero. Hará milagros si conviene a la postre a nuestra salvación definitiva. No somos caza milagros. Pero, los pedimos con humildad, si creemos que los necesitamos. Un Dios que lo hace todo y en solitario, anulándonos, es un Dios “totalitario”, escorado hacia la derecha como el fascismo, o hacia la izquierda como el comunismo. No es en absoluto el Dios revelado en el Verbo encarnado.

Consideramos con exactitud teológica lo extraordinario como milagro. Dejamos de lado, injustamente, lo ordinario como manifestación modesta de sendos milagros sin cuento. El mero hecho de vivir y respirar el perfume balsámico de la vida es un milagro. Amar y ser amados es un milagro. El amor de Dios a nuestra humanidad pecaminosa y fangosa es un milagro. “Pagar” con nuestra nonada su amor ilimitado, incondicional e inmerecido es otro milagro. Y la lista se abre al infinito sin cerrarse.

Muchas veces nosotros mismos tendremos que “hacer milagros”: obrar primero todo cuanto esté a nuestro alcance, cual “mano extendida” del Señor; y, luego, con suma delicadeza y paciencia, dejar a Dios ser Dios. Otras veces hemos de “ser milagros” para los demás: cuidar y hacernos responsables de ellos, ser luz y sal (cf. Mt 5, 13s.), encarrilar las obras de misericordia corporales y espirituales, etc. Que nuestra vida en su integridad sea para los demás un milagro deambulatorio; que no deslumbre, pero sí alumbre. Que Dios se sirva de nosotros para ayudar a los otros, como “sacramentos” o instrumentos eficaces de la gracia, si bien ineptos por naturaleza. Que seamos un signo elocuente de la potencia y del amor de Dios, de la gloria de su Cristo, del advenimiento del reino ultraterreno.


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